No podía, aunque lo viene intentando desde que bajó del tren, lograr dilucidar sus emociones, ni tampoco lograba ordenar su mente. Miró al frente, y vió una casa antigua, con una puerta labrada con formas relevantes, una rosa abierta, y la mano en puño con los dedos hacia abajo, brillante, recién lustrada, recordándole cuando su madre le ordenaba limpiar los picaportes, con brasso y virulana. A punto de despuntar una lágrima, observó detenidamente la madera de roble hermoso, noble, veteado.
Unos metros más adelante un árbol robusto, triunfante se destacaba entre otros pequeños, semi raquíticos, imposibilitados frente al gigante, de quien emanaba un perfume sabroso relajante. Cerrando los ojos aspiró y expiró varias veces, a la vez que la lágrima, aunque tímida, no pudo resistir el cautiverio. Volviendo a suspirar continuó su marcha y la niña escondida le recordó las margaritas blancas con un corazón amarillo importante, que ella intentaba arrancar con manos temblorosas, las que se escapaban del alambrado. Casi siempre quedaba en el intento, salvo algunas pocas veces que no oía esa voz ronca insultándola desde el interior de la casa de ventanas rojas y paredes blancas. Te voy a matar, mocosa insolente, seguía la voz y la nena corría, corría con pequeños gajos en la mano y su corazón saltando desenfrenado. Con la mano bajo el hombro izquierdo, como si el recuerdo se hubiera escapado de la coraza del tiempo presentándose vivo, punzante, apoyó su espalda en un álamo añejo, mirando la calle vacía, las casas mudas, inhóspitas sin nadie para ella, con rostros desconocidos. Si golpeara y le preguntaran a quien busca, le diría : a seres humanos cálidos, que me acojan, me conviden con mates. En realidad, mates y sonrisas no le eran suficientes. Tengo hambre mucha hambre, quiero cariño, afecto, manos dulces que me acaricien, un salón con leña de hogar, una mesa llena de poesía, habladora de amor del más hondo y puro amor humano. Dios mío, suspiró, cuanta soledad, en estas calles, sin gente, en estas casas silenciosas, con ese silencio lastimero reclamador de ausencias caras.
Con paso lento continuó su marcha, preguntándose, que había venido a buscar a ese pueblo de casas bajas con olor a antiguo, con gente desconocida, de pasos fríos y caras inexpresivas. ¿A qué vino?. Tal vez pensando en que sería acogida, por el hecho que la gente en los pueblo se conocen entre sí, se saludan, hablan, se critican, se alaban, conversan sobre sus padres, de sus abuelos, de los vivos, de los muertos, asociándolos con trabajos rurales, uno que otro domador de potros, peón golondrina, sembradores, cosecheros, payadores sin fama, que entre ronda de mates, con un público de galpones tirado en catres, acompañaba sus decires con una guitarra heredada, bien algún sastre perdido por ahí o dueños de almacenes donde jagaban a las bochas o al sapo entre vasos de vino o ginebra. Todos en línea con sus descendientes, quienes continúan con anécdotas viejas y chismes pueblerinos, mayormente de amores clandestinos reales e irreales, formando una gran liga de comadres y compadres, que las diferencias y el tiempo se encargaban de olvidar.
¿Qué necesitaba de esas calles, casas y gente indiferente? Solo más vacío, pensó mientras vio venir hacia ella a un hombre de mediana edad, llevando a su perro por la cadena. Ella se detuvo esperando a que pasara. Es hermoso, dijo, sin siquiera mirar al animal, y el hombre ponderó su can como el más lindo e inteligente de la raza perruna. Luego como si jamás se la hubiera cruzado y sin siquiera un chau continuó caminando.
Ahora decidida apuró el paso hacia la estación donde se había bajado. Mientras esperaba el tren comenzó a llorar con lágrimas sin sentido, sin explicación justificada, rodeada de rieles, una báscula, y un fragante perfume a tilo. Suspiró hondo cerrando los ojos, al abrirlos vio como dos pequeños jilgueros picoteaban una migas de pan o galletitas, seguramente esparcidas por alguna niña que sin pensarlo, servirían de alimento a los pajaritos, los cuales, ya no estaban solos, porque, ahora se los veía acompañados por sus padres. ¿Serán sus padres?. Daba igual, se dijo, mientras una mujer se le aproximaba dispuesta a hablar.
Unos metros más adelante un árbol robusto, triunfante se destacaba entre otros pequeños, semi raquíticos, imposibilitados frente al gigante, de quien emanaba un perfume sabroso relajante. Cerrando los ojos aspiró y expiró varias veces, a la vez que la lágrima, aunque tímida, no pudo resistir el cautiverio. Volviendo a suspirar continuó su marcha y la niña escondida le recordó las margaritas blancas con un corazón amarillo importante, que ella intentaba arrancar con manos temblorosas, las que se escapaban del alambrado. Casi siempre quedaba en el intento, salvo algunas pocas veces que no oía esa voz ronca insultándola desde el interior de la casa de ventanas rojas y paredes blancas. Te voy a matar, mocosa insolente, seguía la voz y la nena corría, corría con pequeños gajos en la mano y su corazón saltando desenfrenado. Con la mano bajo el hombro izquierdo, como si el recuerdo se hubiera escapado de la coraza del tiempo presentándose vivo, punzante, apoyó su espalda en un álamo añejo, mirando la calle vacía, las casas mudas, inhóspitas sin nadie para ella, con rostros desconocidos. Si golpeara y le preguntaran a quien busca, le diría : a seres humanos cálidos, que me acojan, me conviden con mates. En realidad, mates y sonrisas no le eran suficientes. Tengo hambre mucha hambre, quiero cariño, afecto, manos dulces que me acaricien, un salón con leña de hogar, una mesa llena de poesía, habladora de amor del más hondo y puro amor humano. Dios mío, suspiró, cuanta soledad, en estas calles, sin gente, en estas casas silenciosas, con ese silencio lastimero reclamador de ausencias caras.
Con paso lento continuó su marcha, preguntándose, que había venido a buscar a ese pueblo de casas bajas con olor a antiguo, con gente desconocida, de pasos fríos y caras inexpresivas. ¿A qué vino?. Tal vez pensando en que sería acogida, por el hecho que la gente en los pueblo se conocen entre sí, se saludan, hablan, se critican, se alaban, conversan sobre sus padres, de sus abuelos, de los vivos, de los muertos, asociándolos con trabajos rurales, uno que otro domador de potros, peón golondrina, sembradores, cosecheros, payadores sin fama, que entre ronda de mates, con un público de galpones tirado en catres, acompañaba sus decires con una guitarra heredada, bien algún sastre perdido por ahí o dueños de almacenes donde jagaban a las bochas o al sapo entre vasos de vino o ginebra. Todos en línea con sus descendientes, quienes continúan con anécdotas viejas y chismes pueblerinos, mayormente de amores clandestinos reales e irreales, formando una gran liga de comadres y compadres, que las diferencias y el tiempo se encargaban de olvidar.
¿Qué necesitaba de esas calles, casas y gente indiferente? Solo más vacío, pensó mientras vio venir hacia ella a un hombre de mediana edad, llevando a su perro por la cadena. Ella se detuvo esperando a que pasara. Es hermoso, dijo, sin siquiera mirar al animal, y el hombre ponderó su can como el más lindo e inteligente de la raza perruna. Luego como si jamás se la hubiera cruzado y sin siquiera un chau continuó caminando.
Ahora decidida apuró el paso hacia la estación donde se había bajado. Mientras esperaba el tren comenzó a llorar con lágrimas sin sentido, sin explicación justificada, rodeada de rieles, una báscula, y un fragante perfume a tilo. Suspiró hondo cerrando los ojos, al abrirlos vio como dos pequeños jilgueros picoteaban una migas de pan o galletitas, seguramente esparcidas por alguna niña que sin pensarlo, servirían de alimento a los pajaritos, los cuales, ya no estaban solos, porque, ahora se los veía acompañados por sus padres. ¿Serán sus padres?. Daba igual, se dijo, mientras una mujer se le aproximaba dispuesta a hablar.
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